lunes, 26 de enero de 2015

4. Bambala

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El interior era sombrío y olía a humedad. Las cortinas impedían que la luz del día entrara en la casa y contribuían a crear el ambiente opresivo que se respiraba dentro. El suelo de madera crujía a cada paso; incluso a Dizzie, que habituaba a ser silencioso, le resultaba imposible no hacer ruido.

Entraron por la cocina, donde una montaña de platos y vasos sucios se apilaba en el fregadero. Las moscas habían hecho del lugar su casa, y su zumbido hacía aún más deprimente la escena. Pasaron por una puerta estrecha hasta el recibidor, y allí una escalera de largos peldaños se retorcía hacía el piso superior.

Dizzie hizo un gesto con la cabeza para indicarle que deberían subir. Dani miró hacia arriba y la respiración se le atragantó en el pecho. Una silueta alargada y escuálida se alzaba en el rellano al final de la escalera.

- ¿Qué haces ahí, niño? ¿Quién eres?

La voz que habló era quebradiza y temblaba. No se veía nada, tan solo unas manos nudosas y una boca sin dientes.

Miró a su lado pero Dizzie se había esfumado.

La silueta del final de la escalera comenzó a bajar con paso inseguro.

- ¿Que qué haces ahí? –insitió- ¡Niño!

Daniel vio las uñas largas que se deslizaban por la barandilla de madera y no pudo más. Gritó con todas sus fuerzas y echó a correr hacia la salida. Atravesó el patio como una exhalación y llegó a la calle antes de que el grito hubiera expirado en su garganta.

Se inclinó y apoyó las manos sobre las rodillas mientras recuperaba el aliento.

- Está embrujada –se dijo Daniel con la respiración aún agitada-. Tengo que avisar a la chica del abrigo amarillo de que su casa está embrujada.

Antes de marcharse de allí miró a su alrededor en busca del gato montañés, pero no encontró ni rastro de él. En lo que se fijó, sin embargo, fue en la furgoneta negra que estaba aparcada al otro lado del callejón. El copiloto era el tipo de las gafas con montura roja que había visto el día anterior.

Se preguntó qué estarían haciendo allí.


Eleanor cortó en trocitos pequeños el filete de ternera y se lo puso delante.

- Ya sé partirlo yo solito –dijo Daniel.

- Ya lo sé, cariño –le respondió su madre sentándose frente a su propio filete de ternera-, pero me apetecía mimarte un poquito.

Daniel resopló, lo último que le faltaba era convertirse en un niño mimado.

- ¿Qué has estado haciendo esta tarde? –le preguntó Eleanor.

- He estado con Di.. –pero se detuvo a mitad de frase recordando la promesa que le había hecho al gato-. Con Diego, es uno de mis nuevos amigos.

Se quedaron en silencio un buen rato, sólo se escuchaba el repiqueteo de los cubiertos sobre los platos. Fuera, el viento arreciaba con fuerza.

- ¿Y dónde vive tu amigo Diego? –dijo Eleanor, volviendo de donde fuera que se hubiera ido.

- No lo sé –respondió Daniel sin atreverse a mirarla a los ojos-. Cerca de aquí, supongo.

- Podrías invitarlo a él y a sus padres algún día a cenar a casa.

- No creo que sea una buena idea –le respondió pensando la manera de que su madre se olvidara del asunto.

- ¿Y por qué no? –le preguntó su madre visiblemente ofendida.

- Es que tienen mucho dinero y servicio en su casa. Seguro que no se sienten cómodos aquí con nosotros.

Eleanor no dijo nada más. Se levantó de la mesa, recogió los platos y los llevó al fregadero para lavarlos.

- Media hora de tele y a la cama –le dijo sin volverse.

Por cómo le temblaba la voz, Daniel supo que estaba llorando.


Cuando apagó la luz de la habitación Dizzie salió de entre las montañas de cajas.

- ¿Dónde te habías metido? –le preguntó Daniel enfadado-. Me dejaste solo con el monstruo que vive en esa casa. Además, he vuelto a mentir a mi madre por tu culpa y se ha puesto a llorar.

- Tranquilo, Daniel –le dijo el gato muy serio. Sus ojos relucían amarillos-, no era un monstruo, tan solo una anciana. Tenía que investigar y por eso me escabullí, pero ya encontré todo lo que necesitaba. Ahora puedo hablarte de Bambala.

El cristal de la ventana se fracturó como si le hubieran arrojado una piedra desde fuera, pero no llegó a romperse, se quedó como un mosaico de figuras geométricas irregulares.

Daniel se sobresaltó y se pegó a la pared opuesta.

- Está bien, está bien –dijo Dizzie mirando hacia la ventana-. Ya hemos abusado demasiado de su nombre mágico, a partir de ahora nos referiremos a ella por su nombre común: La Tierra de Lontananza.

Daniel se sentó en el suelo, expectante.

- Lontananza es la tierra a la que yo pertenezco –comenzó el gato sin dejar de mirar por la ventana-, una tierra de la que me expulsaron hace ya muchas Lunas y a la que no puedo volver.

- ¿Por qué no?

Daniel habría jurado que el gato estaba llorando. Sus ojos volvían a ser de un verde intenso.

- Porque tuve la osadía de desobedecer las órdenes del rey y me acusaron de traición. Desde entonces soy un fugitivo, si asomara mis bigotes por allí acabaría con mi cuello en la horca.

- ¿Y quieres volver? –le preguntó Daniel acercándose al animal y olvidando por completo el susto del cristal roto.

- Lo anhelo con toda mi alma.

- ¿Qué tiene de especial ese lugar? –dijo Daniel.

- ¿Bromeas? –le dijo Dizzie mirando al niño con los ojos muy abierto-. Lontananza es la tierra donde todo es posible. Hay ríos de oro, la nieve sabe a fresa, las flores cantan leyendas, los animales hablamos... Y lo más importante: la magia existe.

Daniel dejó escapar un suspiro de admiración.

- Pero mi tierra tiene un gran problema. El rey es un tirano y su mano derecha un asesino despiadado. Tienen a la población esclavizada y sometida a un régimen opresivo falto de toda libertad. La gente pasa hambre, Daniel, y aquel que se revela contra la tiranía es acusado de traición y condenado a muerte.

- ¿Eso es lo que te pasó a ti? –le preguntó.

- Quisieron que entregara a mi propio hermano. Había rumores de que él era un rebelde y que estaba promoviendo una revolución en contra del rey, me pidieron que fuera yo quien lo delatara. Por supuesto me negué, no sería yo quien entregara a su propio hermano, y por ello me acusaron de obstaculizar los planes de la Corona y de simpatizar con rebeldes. Soy un fugitivo desde entonces, han puesto precio a mi cabeza y la población pasa tanta hambre que nadie dudaría en entregarme a cambio de un puñado de monedas.

- Lo siento mucho, Dizzie – dijo Daniel acariciando con suavidad su lomo.

- Pero ella viene de allí –dijo cambiando el tono de su voz, algo de emoción sustituyó a la nostalgia.

- ¿Quién? ¿La chica del abrigo amarillo?

Dizzie asintió.

- Sí, ella –comenzó a mover el rabo con vitalidad-. Toda su casa huele a Lontananza y en su habitación he visto polvo de erizo.

- ¿Qué es eso?

- El polvo de erizo tiene propiedades curativas, se puede usar para sanar una amplia variedad de enfermedades, pero sobre todo las que afectan a la memoria. Sólo se comercia con él en Lontananza.

Daniel apenas parpadeaba.

- Es obvio que ella entra y sale de Lontananza todos los días –continuó Dizzie-. Se va por la mañana y regresa por la noche, pero no sé porqué. Tenemos que hablar con ella, Daniel, necesito información sobre cómo sigue mi tierra, si sabe algo de mi hermano…

- ¿Cómo se entra en tu tierra, Dizzie?

- Hay numerosas entradas repartidas por todo el mundo pero es imposible conocerlas todas. Cada una tiene una forma diferente y hay que conocer la contraseña que abre la puerta de cada entrada. La que yo solía usar antes de que me viera obligado a olvidarla estaba junto al lago de la Casa de Campo de Madrid; allí un árbol mágico abría su tronco cuando se pronunciaba la palabra “Quimera” entre las doce y las doce y cinco de la noche.

- No conoces la entrada de este pueblo, ¿verdad?

Dizzie negó.

- Tampoco podría usarla –suspiró.

Se quedaron en silencio y entonces escucharon el quejido de la verja de la casa de al lado. Ambos saltaron como un resorte hacia la ventana. Esta vez pudieron ver cómo la chica del abrigo amarillo cruzaba el desértico patio y se metía en casa.

- Ábreme la ventana –pidió Dizzie.

Daniel le obedeció tal y como había hecho la noche anterior.

- ¿Vas a hablar con ella? –le preguntó.

- Sí –le respondió cruzando al exterior-, tengo que preguntarle por Bambala.

El niño esperó que algo más se rompiera, que un trueno retumbara a lo lejos o que una ráfaga de viento derrumbara un árbol; sin embargo aquella vez no ocurrió nada.

El gato saltó hacia el tejadillo del porche de al lado y se coló por una de las ventanas.

La furgoneta negra seguía aparcada a un lado de la calle. Una luz se encendió dentro de la cabina y Daniel pudo ver al hombre de las gafas de sol tomar notas en un cuaderno. A pesar de ser completamente de noche, aquel tipo seguía con sus gafas puestas.

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lunes, 19 de enero de 2015

3. El destello amarillo se hace chica


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Daniel salió de casa con la mochila a cuestas. Dentro llevaba un par de cuadernos sin estrenar y un estuche con bolígrafos y lápices de colores. Apenas pesaba nada y se bamboleaba de un lado a otro de su espalda.

Cuando pasó frente a la puerta de la casa de al lado se detuvo y contempló la estructura. Parecía que fuera a venirse abajo en cualquier momento. Se la oía crujir desde los cimientos hasta la última teja en un eterno lamento de agotamiento.

Inspiró hondo dos veces seguidas, olfateado, pero no percibió nada más allá del denso y pegajoso olor del mar.

- Bambala –susurró.

Dos corrientes de aire chocaron frente a Daniel y formaron un diminuto huracán que levantó arena y polvo del suelo. Por unos instantes cegaron al chico, y cuando recuperó la visión, se encontró con que la puerta de la casa se había abierto y una chica con un abrigo amarillo estaba apostada en el umbral.

- ¿Qué haces ahí, niño? –le preguntó.

Era menuda y de piel blanquecina. El pelo, negro y liso, brillaba como una superficie recién pulida, y le caía hasta por debajo de los hombros sin una sola onda.

Daniel se quedó pasmado, era la chica más guapa que había visto nunca.

- ¿Estás sordo o es que eres mudo? –insistió mientras cerraba la puerta a sus espaldas y bajaba los escalones del porche.

- ¿Te llamas Bambala? –fue lo primero que acertó a decir, aunque enseguida se arrepintió de su estupidez. Nadie se llamaría de ese modo.

Ella lo miró extrañada con sus enormes ojos negros. Parecían igual de cansados que la casa en la que vivía.

- Pues claro que no –dijo de mal humor-. Vaya nombre más ridículo. Y ahora será mejor que te esfumes por dónde has venido, o llegarás tarde al colegio.

- Yo me llamo Daniel, y tengo diez años –le dijo con la esperanza de despertar su interés y que no se marchara.

- Encantada, Daniel. Que tengas un buen día.

Y se alejó en dirección contraria a la del chico, colándose por el estrecho callejón que separaba ambas casas.

- Pero me puedes llamar Dani –le gritó, aunque dudó que le hubiera escuchado.

****

- A ver, chicos, ¿me prestáis atención? Tenemos un compañero nuevo en clase. Daniel, ¿puedes venir aquí un momento?

La profesora de cuarto de primaria se llamaba Margarita y rondaría los cuarenta años. Llevaba el pelo recogido en un tirante moño aplastado sobre su cabeza como una ensaimada. Su cara presentaba el mismo aspecto aplastado con un gesto de desaprobación permanente.

Cuando Daniel se acercó a ella percibió un intenso olor a naftalina mezclado con comida de gato, y vio pelos cortos y blancos por toda su blusa abotonada hasta el cuello.

Margarita lo cogió de los hombros y lo empujó al centro de la clase.

- Venga –lo animó situándose detrás de él-, cuéntanos un poco sobre ti. ¿Por qué te has mudado a Casasviejas?

El chico miró a su público con las manos sudorosas. La clase estaba compuesta por tan solo seis pupitres alineados en dos filas de tres. Cinco niños lo miraban entre el recelo y la indiferencia, ninguna niña. Sus caras desconocidas no significaron nada para Daniel, que buscaba un indicio de complicidad entre ellas, un sitio donde encajar.

- Hola a todos –dijo tímidamente-. Me llamo Daniel Almádena y vengo de Madrid.

Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y retorció el pie derecho con nerviosismo. Temía que se le trabara la lengua y comenzara a balbucear como un bebé, todos se reirían de él y no conseguiría hacer amigos.

- Me he mudado aquí con mi madre que va a trabajar de camarera en un bar.

- ¿Qué bar? –preguntó la profesora a su espalda tomando interés de pronto en lo que estaba diciendo. Al contrario que sus compañeros, que parecían espachurrarse por momentos sobre la mesa.

- No… -tragó saliva-. No sé el nombre. Sólo sé que está muy lejos de mi casa y que tiene que levantarse muy temprano todos los días, por eso no puede acompañarme hasta aquí por las mañanas.

Margarita le acarició el pelo con suavidad, como si quisiera consolarlo, gesto que Daniel no entendió. Miró a la clase y vio aburrimiento en sus ojos, un chico bostezó y otro miraba distraído por la ventana sin prestar atención a lo que decía. Los estaba perdiendo, tenía que hacer algo para despertar su interés y que lo aceptaran.

- También tengo un gato que se llama Dizzie –dijo.

Y de nuevo comenzaron las mentiras.

****

Regresó a casa cerca de las seis de la tarde. Su madre ya había vuelto y estaba en la cocina comiendo de un plato de queso que olía muy fuerte.

- Hola, cariño –le dijo con la boca llena-. Mira, me han dejado traerme las sobras de lo que parten en la barra. ¿No te parece estupendo?

Daniel asintió y pasó de largo hacia el cuarto de estar.

- ¿No quieres un poquito? Está buenísimo –dijo Eleanor levantándose y persiguiéndole con el plato en la mano.

- No –respondió-. No tengo mucha hambre.

Arrojó la mochila a un lado del sofá y se sentó en el otro. Luego cogió el mando a distancia y encendió la televisión. Bob Esponja servía hamburguesas de cangrejo en el Krusty Krab.

- ¿Qué tal tu primer día de colegio? –le preguntó Eleanor bajando la mochila al suelo y sentándose a su lado.

- Bien –le respondió sin apartar la vista de la televisión.

- ¿Has hecho muchos amigos?

- Sí, muchos –mintió.

- Me alegro, cariño. A mí también me ha ido muy bien en el trabajo, me han tratado estupendamente y han tenido mucha paciencia conmigo por ser el primer día.

Pero por el tono de voz, Daniel supo que también mentía.

En la tele, Calamardo había hecho su aparición en el Krusty Krab. A Daniel le resultaba tedioso aquel personaje de cuerpo estirado y nariz rechoncha que le recordó a su nueva profesora. Se levantó del sofá y se volvió hacia su madre.

- ¿Puedo salir a la calle a jugar? –le preguntó.

- Claro, pero no regreses muy tarde y no te acerques demasiado al acantilado.

Salió al ambiente húmedo y opresivo del exterior, costaba respirar con normalidad. Hacía demasiado frío para la ropa que llevaba puesta, pero no quería volver a entrar en casa y tener que dar más explicaciones.

Como aquella mañana, se detuvo de nuevo frente a la casa de al lado. No había parado de pensar en todo el día en su encuentro con la chica del abrigo amarillo. Quizás estuviera de vuelta y pudiera hablar un rato con ella. Subió las escaleras del porche e intentó llamar al timbre, pero le quedaba demasiado alto, así que golpeó la puerta con los nudillos. Pasó unos minutos esperando hasta que comprendió que no iba a haber respuesta.

Rodeó la casa por el estrecho callejón por el que se había marchado la chica aquella mañana y llegó ante la portezuela del jardín trasero. Estaba entreabierta y se batía golpeando el marco con un ritmo monótono.

La empujó y entró sin pensárselo demasiado. El jardín presentaba un aspecto aún más desolador que visto desde la ventana. La tierra era negra, como si hubieran extendido los restos calcinados del último incendio, y aquí y allá había socavones y agujeros excavados por animales, incluso sus excrementos permanecían allí sin ser recogidos. Su madre no es que fuera una obsesiva de la limpieza, pero jamás habría permitido un espectáculo como aquel.

La fachada trasera de la casa se alzaba sobre él con aire amenazador. Las cortinas de todas las ventanas estaban corridas y no se apreciaba el mínimo movimiento, ni dentro ni fuera.

El sol se había ocultado tras un espeso nubarrón y la oscuridad acuciaba el lugar envolviéndolo en sombras. Una gaviota sobrevoló la casa con su estridente graznido y se posó sobre los escalones del acceso trasero de la casa. Miró a Daniel y extendió las alas, agitándolas en actitud retadora y sin parar de chillar. Daba la sensación de que protegía el lugar de la intrusión de un desconocido.

El chico retrocedió dos pasos y estuvo a punto de caer de culo al tropezar con una piedra semienterrada en la arena.

Ahora ya no estaba en la iglesia, allí no había ningún señor que reclamara la autoridad del edificio y el pájaro no parecía tener intención de marcharse. La única opción era retirarse, tal vez no había sido una buena idea entrar en el jardín sin permiso.

- Pssss, pssss –escuchó que lo llamaban desde una de las esquinas de la casa.

Se giró y vio el lento contoneo del rabo de Dizzie.

- La piedra –le susurró, e hizo un gesto como si la arrojara.

Daniel lo comprendió enseguida. Se agachó lentamente para recoger la piedra con la que había tropezado, sin apartar la mirada de la gaviota que había recogido sus alas pero no por eso mostraba una actitud menos peligrosa.

Echó el brazo hacia atrás y lanzó con todas sus fuerzas. La piedra no dio en el blanco, se estrelló a pocos centímetros de las patas del ave, pero sirvió para ahuyentarla y que saliera volando entre graznidos.

- Muy bien hecho, Dani –dijo Dizzie con su voz grave acercándose al chico.

- Gracias por la ayuda.

El gato restregó el lomo contra sus vaqueros y luego se sentó sobre sus patas traseras observando la casa.

- ¿Qué haces aquí? –le preguntó Daniel.

- Estoy investigando.

- ¿Bambala? –volvió a preguntar.

Dizzie asintió.

- ¿Qué es Bambala?

Un trueno restalló a lo lejos y escucharon su eco acumularse entre las paredes de la casa.

- No deberías abusar de ese nombre –le dijo-, puede resultar peligroso.

Daniel dio un paso atrás sin darse cuenta.

- ¿No querías entrar? –le preguntó Dizzie. Tenía los ojos verdes y la pupila totalmente dilatada.

- Ya no estoy seguro.

- Venga, vamos, no seas miedoso. Cuando salgamos te hablaré de Bambala.

Inició su camino hacia la casa y Daniel lo siguió de cerca. La promesa de Bambala era mucho más fuerte que el miedo que pudiera sentir.

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lunes, 12 de enero de 2015

2. Dizzie, el gato

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2.  Dizzie, el gato.

Casasviejas era un pueblo asentado al borde de un acantilado. En el punto donde la tierra se precipitaba hacia el abismo se alzaba una estrecha barandilla metálica de un metro y medio de altura. Abajo las olas rompían con furia sobre las rocas levantando espesos cortinajes de espuma.

Daniel avanzaba un par de pasos por delante de su madre, acariciaba los barrotes de la barandilla con la mano mientras mantenía la vista fija en el horizonte, intentado discernir la línea que separaba el cielo del mar. De vez en cuando una ola rompía con demasiado ímpetu y el agua le salpicaba en la cara.

- En el otro cole nos dijeron que había dragones y monstruos marinos al otro lado de esa línea –le gritó a su  madre para hacerse oír a través del fuerte viento que soplaba.

- Eso es lo que se creía antiguamente, cariño –le dijo Eleanor-, pero ahora ya sabemos que tras esa línea solo hay más y más mar, y mucho más allá, está la costa de otro país; así que es imposible que te dijeran eso en el cole.

- ¿Y los dragones donde viven entonces? –dijo Dani.

Su madre le agarró de la mano y lo hizo girarse a la vez que ella se agachaba para mirarlo directamente a los ojos.

- Los dragones no existen, Daniel –la mano que le sujetaba temblaba crispada-. No quiero que me llamen más veces tus profesores porque has tenido peleas por ese tema, ¿me has oído?

- Pero Dizzie el gato me dijo…

- Dizzie el gato tampoco existe –le interrumpió esforzándose por no gritar-. Ya eres mayor para saber que los gatos no hablan.

- ¡Pero mamá, yo lo he visto! –se quejó al borde de las lágrimas.

- ¡Ya basta, Daniel, o nos volvemos a casa! –fue el ultimátum de Eleanor.

El chico agachó la cabeza y un par de lágrimas gotearon directamente al suelo donde se mezclaron con las lágrimas del mar.

Le daba igual lo que su madre dijera, él sabía lo que había visto y oído. Estaba dispuesto a renunciar a las mentiras y a las peleas pero no a Dizzie. Dizzie era tan real como ella o como él, y las historias que le contaba tenían tantos detalles que era imposible que fueran inventadas; además los gatos montañeses no sabían mentir, era una característica propia de los de su raza.

Sin embargo se resignó y acató la orden de su madre, no quería que se enfadara ni que se pusiera triste de nuevo, su propósito era hacer todo lo posible para que fuera feliz.

Continuaron caminando por la estrecha acera adoquinada paralela al Cantábrico. Una furgoneta negra pasó zumbando a su lado y copiloto giró la cabeza para mirarles, o eso creyó Daniel, pues llevaba unas gafas de sol de montura roja. Tenía la piel muy pálida y sus labios eran dos finas líneas trazadas con un lápiz duro.

El vehículo se alejó repiqueteando sobre el asfalto irregular.

El paseo junto al mar terminaba en una pequeña ermita de piedra con un campanario conquistado por gaviotas. Su graznido le resultó perturbador a Daniel, parecía que gritaban para echarles de allí advirtiéndoles que no profanaran su santuario.

A la puerta del templo un señor pasado de kilos y entrado en años barría sin mucho esmero las escalinatas manchadas con los excrementos de las aves. Al oírlos pasar alzó la cabeza y mostró una sonrisa de dientes torcidos.

- Buenas tardes, hija –le dijo a Eleanor sin molestarse en mirar al chico-. Sois los nuevos vecinos de la Comunidad, ¿verdad? Eres la chica que va a trabajar en el bar de Gabriel.

La mano de Elenanor que sujetaba la de Daniel apretó con más fuerza, como un acto instintivo ante una señal de peligro.

- No se sobresalte, hija –le dijo el sacerdote-, pronto se dará cuenta de que en este pequeño pueblo no hay secretos para nadie. La gente de por aquí es buena y generosa como ninguna, pero se pirran por cualquier cotilleo.

Bajó los escalones hasta la calle y le tendió una mano nudosa a Eleanor.

- Soy Basilio, el párroco de Santa Cecilia.

- Eleanor –se presentó forzando una sonrisa-. Él es mi hijo Daniel.

- Encantado, señorito –le dijo despeinando su pelo rubio con la mano, pero el chico mantenía la vista fija en las gaviotas de la torre y apenas le hizo caso.

El sacerdote siguió su mirada hacia el campanario.

- ¿Te gustan los pájaros, pequeño Daniel? –le preguntó.

- Esas gaviotas no demasiado –le respondió muy serio sin apartar los ojos de ellas-. Parecen gritar para que nos alejemos.

Basilio soltó una carcajada.

- Pero esta es la casa del Señor –le dijo-, no tienen ninguna autoridad aquí. En la iglesia puede entrar todo el que quiera pedir perdón por algo malo que haya hecho.

El niño sonrió contagiado por la carcajada del párroco. Le había caído bien. A pesar de la negativa impresión inicial, había viveza y calidez en su voz.

- ¿Cree usted que existen los dragones, padre? –le preguntó.

- ¡Daniel! –le reprendió su madre dándole un tirón de la mano- ¿Qué es lo que te acabo de decir sobre ese tema?

Sin embargo el párroco volvió a sonreir.

- No sea tan dura con él, Eleanor –le dijo con suavidad, y después se agachó junto a Daniel. Sus rodillas crujieron igual que un palo seco al partirse-. Pásate un día por aquí y te contaré la historia de San Jorge y el dragón, ¿de acuerdo?

El chico se soltó de su madre y aplaudió entusiasmado.

- Usted también puede venir cuando quiera –le dijo a Eleanor incorporándose-. Los domingos a las doce celebramos una pequeña homilía en honor del Señor. Acude casi todo el pueblo y es una buena ocasión para ir conociendo a los vecinos.

- Gracias, Basilio. Lo pensaré.

Hacía años que Dios no formaba parte de la vida de Eleanor, todas las piedras puestas en su camino le habían hecho cuestionarse su existencia, pero Daniel conocía lo suficiente a su madre como para saber que no mentía cuando había dicho que lo pensaría. A pesar del susto inicial, a Eleanor también le había caído bien el sacerdote.

- Que tenga una buena tarde –se despidió mientras tiraba de Daniel para continuar su camino.

El niño se volvió y agitó la mano para despedirse del sacerdote y él le correspondió con el mismo gesto.

Arriba, en el campanario, las gaviotas seguían gritando pero ya presentaban un aspecto menos amenazador.


El colegio era un edificio blanco de dos plantas situado en mitad de un prado verde. Había columpios y toboganes ensartados en la hierba por toda la explanada, como árboles coloridos a los que no hacía falta regar.

En la fachada principal habían pintado un gran arcoíris con diferentes animalitos y hadas jugando bajo él. Sobre la puerta se leía “Escuela Secundaria” en un cartel amarillo.

- ¿Qué son esos caballos con un cuerno en la cabeza, mamá? –preguntó Daniel señalando uno de los dibujos de la pared-. Nunca he visto uno de esos.

- Son unicornios –le respondió mientras sobrepasaban el límite de la propiedad y se adentraban en la pradera.

Daniel, acostumbrado al duro asfalto de la ciudad, sintió como si caminara sobre una alfombra de pelo suave y mullida.

- El motivo por el que nunca has visto ninguno –continuó su madre- es porque tampoco existen, al igual que los dragones.

- Pero no lo entiendo, mamá. Si la gente los dibuja es porque alguien ha tenido que ver uno alguna vez, si no los hubiera visto nunca nadie ¿cómo podrían dibujarlos?

Eleanor suspiró antes de responder, quizás para coger fuerzas o quizás para tranquilizarse y evitar la desesperación.

- Hay gente con mucha imaginación, hijo, que se inventa cosas que luego escribe o dibuja. Si son bonitas y originales se extienden rápidamente y acaban siendo conocidas por todo el mundo. Yo misma podría dibujar un elefante con orejas de conejo pero eso no significaría que existiera.

Daniel rio divertido ante la ridícula imagen que apareció en su cabeza.

- Pero eso no sería bonito –le dijo con la sonrisa aún en la boca-, sin embargo el unicornio… es tan hermoso.

Quienquiera que hubiera hecho aquel dibujo era un magnífico pintor. El animal, de color plateado y crines gris ceniza, estaba representado a tamaño natural y se elevaba encabritado sobre unos potentes cuartos traseros. Su cuerno se erguía torneado desde la frente hacia el cielo y en la punta habían dibujado un destello dorado como el sol.

Algo tan magnífico tenía que ser real.

- Volvamos a casa –dijo su madre a medio camino entre la entrada de la parcela y el edificio.

- Pero yo quiero verlo de cerca –insistió Daniel.

- Ya tendrás tiempo de verlo todos los días. Es tarde y está anocheciendo.

***
Eleanor lo ayudó a ponerse el pijama y a meterse en la cama. Levantó ligeramente el colchón y atrapó las sábanas bajo él para impedir que se descolocaran en plena noche. Después le dio un beso en la frente y le atusó el pelo.

- Dulces sueños, cariño. Espero que duermas bien en tu nueva cama.

- Dulces sueños para ti también, mamá.

La mujer apagó la luz de la habitación y entornó un poco la puerta al salir, lo justo para poder escuchar a su hijo si la llamaba durante la noche.

Dani se giró hacia la ventana y descubrió sobre el alfeizar una silueta oscura recortada a la luz de las farolas. Los ojos le brillaban como dos focos de luz verde y se relamía los colmillos con una lengua áspera y blancuzca.

- ¡Dizzie! –ahogó el grito- ¿Cómo has llegado hasta aquí?

El gato, absolutamente negro como la noche, golpeó con una pata el cristal de la ventana y maulló con apremio.

El niño se levantó de un salto, deshaciendo el abrigo de sábanas que su madre había construido, y abrió lo suficiente la ventana para que el animal pudiera entrar. Una ráfaga de aire helado se coló junto al gato y bajó un par de grados la temperatura de la habitación.

- ¡Qué frío hace en esta tierra! –se quejó el felino. Tenía una voz demasiado grave para llamarse Dizzie, eso fue lo primero que pensó Daniel cuando lo conoció, pero ya se había acostumbrado al tono sereno y místico del gato.

Saltó a los pies de la cama y sentó sus cuartos traseros encima de la colcha azulona. Daniel volvió a meterse entre las sábanas descolocadas.

- ¿Cómo me has encontrado? –le preguntó con el corazón saltándole de alegría.

- Soy un gato montañés –le respondió-, tenemos multitud de recursos.

El animal recorrió la habitación con sus ojos refulgentes mientras su cola ondulaba a cámara lenta.

- ¿Qué hay en todas esas cajas? –preguntó reparando en la pila de enseres que aún no habían sido desempaquetados y que yacían amontonados en un rincón del dormitorio.

- Son las cosas de la otra casa. Mi madre dice que las iremos sacando poco a poco, según las vayamos necesitando.

- Ah, la señora Eleanor –dijo con un suspiro que pareció nostálgico-. ¿Qué tal se encuentra?

- Triste –le respondió Daniel cuyo ánimo se había ensombrecido de pronto-. Sigue pensando que me invento cosas.

- ¡Bah! –dijo Dizzie acompañándolo con un gesto de indiferencia-. Tu madre es una persona adulta, nunca llegará a comprenderte. Lo que tienes que hacer es dejar de hablarle de mí y así ella no volverá a preocuparse.

Comenzó a lamerse la pata y el hueco entre las uñas, afiladas como garfios. El sonido de su rugosa lengua era similar al del papel de lija sobre la madera.

- Pero es mi madre –se quejó Daniel-, y no quiero mentirle más ni que esté triste.

El color de los ojos de Dizzie cambió de verde a amarillo y su pupila se contrajo hasta no ser más que una fina lámina negra. No era la primera vez que Daniel observaba aquella transformación y no le gustaba en absoluto porque le recordaba a los ojos de las serpientes.

- Es una pena que pienses así –le dijo-, porque entonces ya no podré presentarte al Unicornio que he conocido esta misma tarde.

- ¿Al Unicornio? –preguntó Daniel inclinándose de golpe hacia el gato.

- Sí, sí, un Unicornio –sonrió Dizzie mostrando todos sus colmillos-. Me ha dicho que tal vez hayas visto el retrato que le hicieron sobre la fachada del colegio.

El niño asintió boquiabierto.

- Si eres bueno y prometes no hablar de mí ni de él con nadie, tal vez pueda presentártelo.

- Te lo prometo, Dizzie, te lo prometo. Seré bueno.

El gato sonrió aún más hasta que sus bigotes casi rozaron sus orejas. No era una sonrisa agradable, pues sus ojos de reptil le daban un aspecto siniestro y amenazador.

Entonces se escuchó un crujido lastimero, abajo en la calle. Dizzie saltó en la cama y se le erizó el pelo del lomo.

Daniel se levantó despacio y se acercó de puntillas a la ventana. No le dio tiempo más que a escuchar los últimos pasos de alguien en el patio de la casa de al lado y un destello amarillo desapareciendo tras la sombra del edificio. La puerta de la verja aún se mecía emitiendo aquel desagradable quejido.

Dizzie, que había saltado al lado de Daniel, olisqueó el fino hilo de aire que se colaba entre el marco de la ventana y la pared.

- Huele a Bambala –susurró. Sus ojos habían recuperado el tono verde y su pupila era una pelota redonda y gorda.

- ¿Bambala? –repitió Daniel marcando una a una las sílabas.

El gato entrecerró los ojos con aire pensativo.

- Es hora de irme –dijo golpeando de nuevo el cristal con la pata.

El niño abrió la ventana y Dizzie se deslizó hacia fuera.

- ¿Cuándo volverás? –le preguntó Daniel.

- Pronto –fue su respuesta mientras daba un enérgico salto hasta el tejado del porche de al lado. Después lanzó un profundo maullido y echó a correr calle abajo.
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