lunes, 26 de octubre de 2015

Historias de Ouijas



Habían estado jugando a la ouija en el cementerio, cerca de la tumba de Mike el Loco, que había muerto ahorcado en el cobertizo de su casa. Lo encontró su vecino colgando de una de las vigas de madera del techo. Nadie sabe cómo lo hizo, pues no encontraron a su alrededor ningún objeto que hubiera podido usar para saltar.
Era evidente que uno de sus amigos estaba moviendo el puntero, pero Aníbal ignoraba quien. Incluso cuando preguntó qué era lo que guardaba en el bolsillo y el puntero construyó la palabra SOLEDAD (llevaba una foto de su padre muerto en la guerra de Afganistán), continuó pensando que era alguno de los demás el que lo deslizaba por el tablero.

Sin embargo ahora, en la soledad de su casa, ya no estaba tan seguro. Llevaba el tablero bajo el brazo y tenía que subirlo al desván. Maldijo el momento en el que lo encontró y se le ocurrió la gran idea de contárselo a sus amigos. Ahora tenía que devolverlo a su sitio antes de que regresara su madre y le montara una escenita sobre madurez y responsabilidad.

Algo se movió en el desván, lo escuchó arrastrarse encima de su cabeza. Estaba delante de las escaleras que conducían a la oscura habitación abuhardillada y el corazón se le detuvo. No podía ser real lo que estaba escuchando.

Le llegó un susurro de palabras que parecía proceder de la rendija bajo la puerta del desván. ¿No sonaba igual de cascada y terrosa que la del viejo Mike? ¿No escuchaba como el arrastrar de una soga cuyo otro extremo estuviera anudado a su cuello?
Se golpeó la cabeza con el puño y se dijo que no pensara estupideces. Tan solo estaba dejándose llevar por el pánico.

Subió las escaleras corriendo y abrió la puerta del desván.
Oscuridad y silencio en partes iguales.

La caja donde había encontrado la ouija estaba al otro lado del desván, bajo una pequeña claraboya cubierta de polvo. Miró a su alrededor sintiéndose estúpido por no poder controlar el temblor de piernas que le sacudía.
No había nada allí salvo trastos inútiles y telas raídas, pero la sensación de pánico no le abandonaba. Corrió hasta la caja y soltó el tablero encima. Bajo la tenue luz de la claraboya parecía que todo se veía más tranquilo y el ritmo de su corazón se ralentizó.

Cogió el puntero y lo puso sobre el “No.”
- No –dijo-. No hay ningún espíritu en esta habitación.

Entonces la puerta del desván se cerró de golpe y el puntero se movió lentamente hacia el “Sí”…

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